Escribe, Natalia Novaro, desde la Antartida.

El aire más cristalino y puro imaginable… un anillo de glaciares envolviendo la caleta de aguas oscuras y tranquilas… la luz del día empezando a teñir el hielo de celeste muy suave a través del cielo plomizo… y el silencio… enorme y perdiéndose muy lejos. Todas estas cosas admirábamos mientras se completaban las maniobras de fondeo y preparábamos el desembarco.

Nos acercamos en bote a una orilla que era de piedras hasta la línea de la marea; después se transformaba en nieve muy blanda, crujiendo bajo nuestros pies al caminar por fin en territorio antártico. Estábamos en el interior del Archipiélago Melchior, un conjunto de islas muy pequeñas, flanqueado por Amberes y Bravante, otras dos islas mucho más grandes que lo rodean.

En nuestra primera caminata subimos una ladera cubierta completamente por una duna de nieve. Al llegar arriba se abría la vista hacia el exterior del archipiélago. Lo que vimos era deslumbrante. Rodeadas de un mar gris acero, las islas vecinas, de altas montañas de nieve hasta perderse la vista, reflejaban la luz del sol que empezaba a atravesar el estrato de nubes. El efecto era sobrenatural. La luz, multiplicada por los cristales de nieve sobre la superficie de dunas blanquísimas e infinitas, parecía surgir de las montañas, como si las mismas islas fuesen luminosas. Alrededor y a lo lejos, enormes témpanos navegaban por el mar. Sentí que esa visión fantástica justificaba por si sola el haber viajado hasta tan lejos.

La tarde transcurrió apacible; entre lecturas, charlas y whisky, dentro del barco se sentía como un nido. Fondeados y rodeados de un paisaje tan hermoso y pacífico que parecía protegernos. Nos esperaban largos días de navegación, recorriendo hacia el sur las islas y costas del oeste de la península.

Velero El Doblon. Antartida. Febrero 2022.